miércoles, 9 de junio de 2010

Cosas del peso que pesan.

Desde que era niño fui muy gordito. Y digo gordito porque suena menos feo que decir gordo. Gordo es una palabra que resuena en todo tu interior cuando la escuchas dirigida a ti, la sangre se vuelve espesa como grasa y tus lonjas se mueven cadenciosamente al ritmo de esas dos sílabas tan tajantes: GOR - DO. En realidad sólo para los traumados, como yo.

Era, pues, uno de esos niños que sufría de obesidad. Y no es que lo fuera tanto, sólo que solía juntarme con gente más delgada. Entonces, indudablemente, en un grupo alguien será el gordo, y ése era yo. Me alegraba cuando al grupito llegaba alguien de más peso porque automáticamente el apelativo cambiaba de dueño y yo vivía feliz.

Cuando estuve en sexto de primaria fui elegido para ser el abanderado de la escolta escolar y todo era hermoso. Pero llegó la maestra de educación física y me dijo que estaba yo muy GORDO y que tenía que ponerme a dieta. Y así, a la tierna edad de 11 años empecé con mi primera dieta que consistía en desayunos a base de un pan tostado y un jugo, pechuga o pescado como comida y atún para la cena. ¡A los 11 años! Y nada de golosinas ni tentempiés ni nada.

Sí bajé mucho de peso y era yo el mejor abanderado de toda la comarca. Pero como la vida es tan cruel y yo soy de esos que respiran y engordan, engordé de nuevo cuando mi reinado como abanderado de la escolta terminó y por tanto, la dieta.

En la secundaria me mantuve delgado el primer año porque me operaron de apendicitis y tenía una dieta muy rigurosa de cuidados postoperatorios pero después, de nuevo era el gordo de los grupos, la burla de las masas, la oveja negra, el autosegregado, etc.

En la prepa, ni se diga. Hubo un momento en que sobrepasé los 100 kilos de peso y llegué a ser talla 36 en pantalones. Era yo una bola de grasa, literalmente. Veo fotos y me da asco de recordar los momentos en que la gente y mi propia familia me decía miles y miles de motes despectivos. Y como buen gordo, sufría de lo que me decian, pero me refugiaba por las tardes -y a escondidas- en la comida.

En la universidad decidí por cuenta propia, por primera vez en mi vida, bajar de peso. E hice lo que nunca en mi vida he hecho porque me da flojera: ejercicio. Sí funciona, y mucho pero requiere de demasiada disciplina. Más cuando se tiene un metabolismo tan culero. Todo esto porque quería gustarle a alguien. ¡Qué estúpido era! Lo logré pero la relación fue tan tormentosa que incluso él, de vez en cuando me decía GORDO y lo mucho-muy delgados que eran sus ex'es.

Esto me creó un trauma tan grande que a veces me sentía culpable de lo que comía y lo vomitaba. Si yo hubiera sido un poco más masoquista seguro hubiera llegado a la bulimia pero eso de vomitar es muy difícil y mejor se lo dejé a los profesionales. Me empastillé, dejé de comer como desesperado y hacía todas las dietas que me recomendaran.

Llegó un momento en que dije que el peso dejaría de importarme, que lo que importa es lo que uno tiene en el interior, goeeee. Y todas esas mamadas y que cuando tienes un buen corazón lo demás es lo de menos y todas esas cosas que dicen los que se creen bien zen. O que decimos los resignados.

Subí de peso, pero la diferencia es que dejó de importarme. Lo malo es que solamente fue por un tiempecillo; después otra vez el trauma y el gusanito de bajar de peso seguían ahí. Y sin esperarlo, cuando me salí de casa para vivir solo empecé a adelgazar sin yo así quererlo, por el cambio de los hábitos alimenticios. Entonces el NO ENGORDAR, de nuevo, se volvió a apoderar de mi mente y aquí sigue.

Ahora, estoy en el mínimo histórico de peso y talla de pantalón (31-32) pero aún así me sigo sintiendo un manatí. Estoy, incluso más delgado que en la prepa y la mayor parte de la universidad. Los cumplidos me funcionan a veces pero soy muy duro conmigo mismo y no me dejo seducir.

En mi cabeza la imagen nunca cambió y a pesar de que muchos me dicen que me ven más delgado, yo sigo viendo a ese preparatoriano de 100kilos en el espejo. Esto es, supongo, un desorden muy grave. Un trauma muy severo de autoestima y esas mamadas, pero mientras la palabra gordo siga existiendo, mientras a mí me la sigan anunciando de vez en cuando, o el eufemismo -más que diminutivo-: gordito, todo seguirá igual.

El día en que el peso deje de importarme de verdad, más que si estoy delgado o no, ese día seré feliz.

viernes, 4 de junio de 2010

Pinche narcolepsia, pinche gente, pinche ciudad y anexos.

El sábado pasado, mientras viajaba en metro, alguien decidió que mi bolsimochila le iba mejor a él que a mí y me la arrebató mientras yo dormía. Podría parecer muy cómico pero no lo es. O sí, pero no para mí, pues nunca antes me había pasado que mi sueño fuera tan pesado que no me di cuenta ni supe cómo fue el momento en que este finísimo tipo -o tipa- me despojó de la bolsa.

Desperté exactamente en la estación a la que iba. Sólo que en dirección contraria cuando el tren ya había dado la vuelta y recorrido cerca de 30 estaciones en total, mientras dormía.

Lloré como magdalena en los andenes de una de las estaciones más concurridas de la líneazul del metro del puritito coraje, tristeza, infelicidad y por puto, claramente. Me enojé, como quien se enoja con la muerte, de algo inanimado y estúpido: mi enfermedad. Aparte, que por quedarme dormido, no sé si por narcolpesia o por flojera -de verdad no sé qué fue esta vez. Y no es pretexto-, no llegué al lugar donde me vería con Fáyer y Jordy para ir con Lilián a emborracharnos de queso y empacharnos de vino, o al revés a la provincia queretana. Supongo -no he leído sus blogs- la pasaron bien chido.

Me robaron, evidentemente, la bolsa que me acababan de regalar hacía menos de una hora. Unas llaves que no eran mías y que tuve que reponer, sin contar el llavero cuyo valor sentimental es cuantioso -eso dicen todos, pero sí-y que no hubo ni cómo hacerle, sólo pedir perdón. Un cargador de celular, el segundo que pierdo en menos de dos meses. Dinero y cigarros. Dos cajas NUEVECITAS de modiodal, que fue lo que más me dolió.

Dinero va y viene y las cosas materiales también y blablablá pero pinche gente. No pinchesmamen, qué coraje. Todos los que me vieron ese día pueden hacer constancia de mi estado de ánimo tan cambiante -más que de costumbre-, mis enojos, mis achaques y todo eso. Mi antojo de helado y mis quejas por aquel espantoso de coco que me compré en Coyoacán.

Pasaron los días y pasaron los días y pasaron los días. Y que aunque no fueron tantos se me hicieron eternos porque dormí como nunca y como siempre. Hacía nada y volvía a dormir. Todo esto porque aparte soy bien codo y para no tomar el modiodal que me quedaba, pos dejaba que la enfermedad siguiera su curso y dormía cuando fuera necesario. Y nunca era suficiente.

El miércoles decidí dejar atrás todo eso y salir de la hibernación y comprar modiodal.

Y que me asaltan.

Un güey, cerca del centro en la tardinoche, cuando iba de regreso, salió de repente y me amenazó con un cuchillo. Me dijo que le diera todo el dinero, pero pa' como están los tiempos supongo que él traía más varo que yo. Le dije que no tenía nada y saqué mi cartera, se la enseñé y efectivamente: nada. Apenas me quedaban como veinte pesos en monedas, de cambio. Pero de tonto le decía. Si no, cómo regresaba.

Me pidió mi celular y se lo di. Cuando el tipo vio que era uno de esos chafitas que cuestan como 300 dineros se rió de mí. Me dijo que era yo un jodido. Cuánta razón tenía. Y cuánto cólera me dio que me lo dijera. ¡Cómo alguien que asalta a la gente le dice jodido a otro! No'más porque mi celular es uno de los baratos me dice jodido y ahora pues no lo tengo. Él me lo quitó. Y... y... y... sí, estoy jodido.

Mueran todos.

Si me buscan, estoy incomunicado así que no me encontrarán. Dejen prendo el Biper.